Para ese entonces ya los dinosaurios alcanzaban su punto máximo de resonancia: Sus cantos se podían escuchar en cada árbol de cada bosque, y los humanos, en aquel vergonzoso tiempo de timidez y mugre, no sabían si temer o deleitarse con la música. Pobres simios pensantes, les faltaba aún tanto para conocer el placer de los vicios. Pero bueno, esta no es una historia sobre los hombres, sino sobre las nubes.
Sí señores y señoritas, las nubes, pues eran éstas las que llevaban consigo el canto de los dinosaurios a los rincones del mundo.
En ese entonces las cosas eran muy distintas: habían montañas que se movían de aquí para allá sin pedir permiso; mares donde ninguna criatura había puesto sus pies descalzos, y por tanto se habían mantenido desde siempre en silencio; y nubes que cuando no estaban cargadas de agua, eran recipientes vacíos. En este vacío, la canción de un dinosaurio podía conservarse mucho tiempo y viajar kilómetros, millares, incluso atravesar varios de los muchos continentes que antes existían.
Cuando una nube llevaba una canción se teñía con el color de esta. Y ya que todas las canciones contaban una historia, había en el cielo nubes amarillas de triceraptos felices; nubes verdes de tiranosaurios enamorados; nubes cafés de gallinosaurios orgullosos de alcanzar las estrellas; nubes marrón, vino tinto, fucsia; nubes de colores que el humano jamás vio, ni siquiera en esos primeros años de existencia, pues prefería esconderse temerosos en las cuevas oscuras, saliendo sólo cuando la noche se iluminaba con la luna llena y todo se veía en blanco y negro, pues así lo preferían.
Las nubes lo que hacían, cuando ya se sentían cansadas de cargar agua desde el mar hasta la tierra, una y otra vez, era deambular por cada continente hasta encontrar una historia que quisieran contar. Entonces abrazaban la canción y se llenaban de ella y seguían luego viajando para hacer como con el agua de mar: depurarla hasta su punto más puro, y luego dejarla caer; con la diferencia que cuando liberaba la canción, la nube se disolvía con ella y desaparecía para siempre -lo que antes no sucedía cuando cargaban el agua-. Era la muerte más hermosa que jamás volvería a existir.
Un día se vio en el cielo la más enorme y hermosa de las nubes, llena de colores imposibles, sobre volando un par de continentes a la vez.
Se notaba que era una nube joven, pues sus colores eran de un tono aún indeciso, aún tirando a tierno pastel, y además, sin importar la inmensidad, su movimiento era enérgico.
No se sabe cómo sucedió, si fue un triceratop ayudándole a su amigo mamut a escapar de la cacería, o un gallinasaurio en ascenso, o tal vez un pequeño meteorito, de cualquier forma: la nube fue atravesada, herida de gravedad y el canto que llevaba dentro comenzó a caer y ser escuchada de repente.
No era para menos la grandiosidad de la nube: aquella era la historia más romántica, inteligente, graciosa, emocionante, aterradora, sabia, intrigante que se hubiera escuchado en la tierra, y todos se detuvieron para escucharla con suma atención. Incluso, por un breve instante, unos pocos y osados humanos (la mayoría mujeres), antes de refugiarse en la oscuridad, también la escucharon, temerosos de aquellas incomprendidas emociones que hacían que latieran sus primitivos corazones.
Todos se mordían las uñas, las alas, los dientes (sí, para algunas criaturas de ese entonces esto era posible). Escuchaban cada sonido, cada giro que la historia daba, haciendo que más de uno suspirara o gimiera con los nervios crispados de la emoción. Pero era una nube joven, y aún la canción no había terminado de depurarse, así pues, justo cuando la historia llegaba a su final, y todas las tramas parecía que se iban a concretar, y todos los misterios iban a ser resueltos, no hubo más que silencio.
Todos quedaron estupefactos; inclusive las otras nubes quedaron atontadas con el abrupto corte. Las montañas enloquecieron. Tenían que escuchar el final. Pero cómo no sabían ni de dónde, ni de cuál de los dinosaurios era el canto original, decidieron unir fuerzas –comunicándose entre ellas como sólo las montañas saben hacerlo– y encontrarlo lo antes posible.
Son torpes las montañas y, llevadas por la desesperación, no se dieron cuenta que al empujar los continentes para unirlo en uno solo, en el proceso estaban tirando a muchos dinosaurios al mar, los cuales andaban descalzos y con los pies sucios. Esto al mar le molesto muchísimo y no paso un instante después de que las montañas lograran su objetivo, para que el mar con toda su furia dividiera el gran continente en cinco pedazos. Muchísimas criaturas se ahogaron en esta ida y venida de continentes, pero dado a que el hombre se escondía en las montañas, salió ileso del gran cataclismo.
Después sólo hubo silencio y el continuo rugido del furioso mar. Las montañas estaban cansadas y heridas. Ya no había dinosaurios que sacaran canciones desde el alma y las nubes vacías se llenaron de tristeza y se volvieron oscuras.
El cielo era blanco y gris, y el humano fue feliz pues pudo salir de las cavernas.
Aquellos pocos humanos que escucharon un pequeñísimo fragmento de la canción, intentaron imitarla. Desafinados y arrítmicos, chillaron algo incomprensible que a los demás de la especie les encantó, descubriendo así un placer distinto a los primarios.
El mar sigue disgustado, pues cada vez son más los pies descalzos que lo agitan; y las nubes ya sólo se visten de colores nostalgia (naranja tristeza y rojo nostalgia) para recordar junto al sol, que nunca olvida, aquella maravillosa época en la que el canto de los dinosaurios gobernaban la tierra.
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