El pasado jueves viajé a Manizales, para luego viajar a Medellín, y regresé a Bogotá el sábado. En total estuve veinticuatro horas en bus durante un periodo de tres días. No me molesta viajar. Incluso, aveces me gustaría disfrutar más del viaje: admirar con detalle el paisaje; aprender las rutas, el nombre de los pueblos por donde paso; observar a la gente de la carretera, esa especie de humano amalgamado entre la ciudad y el campo, que no se identifica, pero tampoco es indiferente a ninguno de estos nidos. Pero no puedo disfrutar del viaje pues siempre me quedo dormido. El motor de cualquier vehículo es una nana infalible. Apenas comienza su ronroneo mis parpados se imantan entre sí.
No son sólo los motores. En realidad puedo quedarme dormido en cualquier condición: bebiendo cerveza, sentado en un ruidoso sofá de cuero, de pie, recostado en la pared, caminando, comiendo, hablando. Incluso en una ocasión seguí conversando aún después de quedarme dormido. Por los comentarios de mis amigos, supongo que dije cosas muy interesantes; tuve que negar que recordaba cualquier cosa de lo dicho, por lo que se molestaron mucho conmigo. Me ha costado esta enfermedad (?) de no sentir insomnio.
Pero aveces mi Morfeo personal tiene buenos detalles. De camino a Manizales, y sin que el motor dejara de cantar, me desperté justo para ver el amanecer mientras pasábamos el Alto de Letras (la conclusión del lugar fue de mi padre). Me sentí tan bien viendo aquel paisaje. Visualmente no tenía nada de especial, era la copia inversa de un atardecer, con los mismos colores y movimientos. Pero saberme testigo del despertar de un sol me llenó de alegría. Apenas si se veían dos rayitas de éste. Me dije: Voy a mirar el sol hasta que salga, hasta que su cuerpo se infle alcanzando aquella feliz redondez.
De inmediato me volví a dormir.
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