La puerta está abierta, pero así como estoy no puedo salir.
—Cálmate. Él llamó y dijo que estaba en camino.
“Cálmate”, me dice uno de los compañeros como si fuera tan fácil. Sonríe. Creo que sonríe, no puedo verlo bien. Me levanto de la canasta de cerveza.
Lo intento de nuevo; inútil.
Miro la puerta abierta: pasan dos niños corriendo y gritando, creo que están en vestido de baño. Otros niños también gritan. Afuera el sol brilla y el calor parece insoportable, aunque no sé si más que aquí donde estoy metido mucho más tiempo del que se suponía, derritiéndome.
—Cálmate –me dice el otro cuando comienzo a caminar de un lado a otro por el depósito. Hay una mesa de ping pong volcada contra la pared y podrida por la humedad; dos pilas de canastas de cerveza vacías; tres balones desinflados; una encimera de piedra con varias hoyas con el sedimento de días sin lavar; y un porta cuchillos roto en la pared. Al parecer el depósito es a veces usado como cocina provisional. Las vigas del techo son de…
—Cálmate
— ¡Estoy calmado! –le respondo molesto me intento voltear para enfrentarlo, pero es imposible mover el cuello así.
—Entonces siéntate para que no nos estreses a nosotros.
Que no los estrese a ellos… ¿Quiénes son para decirme eso?
Siento el sabor salado de mi cuerpo cuando un par de gotas caen en mis labios. Me siento hastiado y mareado. Voy de nuevo hacia la canasta de cerveza, mi silla, mi trono en el infierno. Piso algo, un bulto que resbala con mi píe, pero no le doy importancia. Podría ser un animal muerto, y no me siento con ánimos de alimentar la nausea.
Tranquilo, me digo, no sé si en voz alta o en pensamiento.
La cabeza es pesada, así que no puedo mantener mucho tiempo con la mirada en el suelo. La puerta abierta brilla con luz angelical, invitándome a salir, pero no puedo, no así. Un niño ríe y grita algo como una orden y otros niños, obedientes, también ríen.
Podría salir, pero no quiero entrar otra vez en el juego. De nuevo ríen los niños y, a pesar del calor, siento escalofríos. Hay otros murmullos más cercanos pero no más audibles; mis compañeros hablan entre sí, o eso parece, no logro ver ni oír nada con claridad. Ellos son apenas manchas negras puestas en contraste. Algo se dicen y parecen tan tranquilos, tan alegres de que yo no pueda salir, de que esté sufriendo de esta manera, de este encierro.
Lo intento de nuevo; inútil de nuevo.
—Pronto llegará la ayuda, tranquilízate –dice alguno, no sé cuál de las sombras. ¿En serio?, le pregunto, o me pregunto, no sé. ¿En serio, será que en realidad quieren ayudarme, o será que se divierten? No recuerdo que antes me hubieran ayudado mucho; incluso, podrían haberlo preparado todo, podrían haberme convertido en su preso, mover alguna palanca, dañar algún mecanismo secreto.
Lo intento, pero sigo aquí.
— ¿Qué hicieron? –grito, sé que grito, pues escucho mi propia voz, aunque ahogada.
—Cálmate –cálmate, cálmate, cálmate… cada una de estas palabras es un puntilla que taladra mi cerebro, una más de sus torturas de guerra. Han entrado en el juego, se han vendido al enemigo y ahora lo disfrutan. ¡Pero no lograrán nada! No lograrán que yo…
Un ráfaga de aíre frío entra en el depósito y se cuela por algún rincón de esta piel.
¿Qué estoy pensando? Ellos no son mis enemigos, son mis compañeros. No los conozco bien, pero será mejor pensar que estoy a merced de la locura que de la cruel naturaleza humana.
Quiero quitarlos de mi vista, alejarme de los molestos ruidos de afuera y de la puerta abierta: ironía de libertad. Me siento demasiado agotado para levantarme, por lo que me muevo sobre el canasto impulsándome con los pies.
—Está bien… Espero que… pronto pueda… salir de aquí. –respondo mientras voy girando el cuerpo. Grave error: el vaho de mi aliento calienta aún más el aire que respiro y el mareo se proyecta con las manecillas de mis piernas. Entonces siento de nuevo el cuerpo extraño bajo mi pie, el animal muerto, pero esta vez siento una morbosa curiosidad por saber de qué especie es: Cuerpo largo, como el de un gusano de proporciones amazónicas, negro y con tres ojos amarillos por todo el cuerpo, y con una larga cola plateada; talvez un gusano de mares profundos. ¿Pero cómo llegó un animal de esos hasta acá? ¿Será que por medio de los conductos oscuros y estrechos que unen todas las piscinas del mundo, incluyendo el mar?
No, un momento, esto no es un animal. Es… es… ¡un cuchillo! Sí, no hay duda, la hoja brilla susurrando una esperanza. Agarro al animal con dificultad, pues mis manos están hinchadas por el encierro.
— ¿Qué tienes ah…? ¿Qué haces? –grita una de las sombras crepitantes. Yo, con pies torpes, me levanto y me recuesto contra la mesa de ping pong.
— ¡Atrás! –les digo amenazante, empuñando como mejor puedo el arma.
— ¿Qué vas a hacer? –dice la otra sombra y ambas se acercan, no quieren que salga, quieren seguir con la tortura; atrás de ellas, la puerta abierta palpita con la luz y las risas y los gritos, palpita dando ordenes, dirigiendo el juego macabro. También la mesa hace parte de esto y cierra sus patas negras para capturarme. Todo el lugar se cierra sobre mi sudorosa piel.
Sin dudarlo más, clavo el cuchillo en el cuello. Una de las sombras se abalanza sobre mí; a pesar del pesado cuerpo, logro evadirlo, pero caigo de espaldas al hacerlo. Aprovecho la desorientación de las sombras y serrucho el cuello, entrando y sacando el cuchillo tan rápido como puedo. En un momento la punta me hiere, pero el frío aire de libertad que llena mi cuerpo me incita a continuar.
Ya en el suelo y con la cabeza al lado, unida al cuello apenas por unas cuantas hebras, sonrío.
— ¿Estás feliz? –dice molesta una de las sombras, que sin el velo y la desesperación va recuperando la forma reconocible de mi compañero– Ahora todos tendremos que pagar por tu disfraz.
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